La dignidad y el viaje

July 12, 2014

Estoy en Madrid, he venido a arreglar algunas cosas. El viaje de Vancouver a Madrid es largo y pesado. Primero hay que hacer una escala en Toronto o en Munich, y después hay que coger un segundo vuelo. En total son alrededor de 14 horas volando, más el tiempo que tarden las conexiones y el proceso en el aeropuerto. Cada vez que me toca viajar en avión recuerdo por qué odio los aviones y por qué los evito siempre que puedo: la dignidad y el viaje ya no van de la mano. Viajar se ha convertido en una especie de castigo. Similar a formas leves de tortura.

No se trata solamente de ir apretados en la cabina. Es el ánimo que lo permea todo desde que llegas al aeropuerto hasta que sales de él. Es el límite absurdo a la hora de facturar maletas: una por persona, dos si vas en primera. Que tengas que ser testigo, por ejemplo, de cómo le hacen abrir la maleta al que tienes delante y sacar algunas cosas porque pesa demasiado. Que le hagan abrirla en pleno aeropuerto: sus bragas, sus calzoncillos, sus desgracias, a la vista de todo dios. Que esto sea algo normal.

Si viajas en clase turista vas tan comprimido en la cabina que no hay espacio ni para los codos ni para las rodillas. Es verdaderamente desesperante. Si tenías la suerte de estar del lado del pasillo quizás se te ocurrió sacar la pierna y estirarla dejando el pie en el pasillo. Pero ese es un tema peligroso porque una vez o dos durante el viaje pasa la azafata con un carrito apestoso repartiendo bandejitas de comida, y si te pilla el pie duele un montón.

Si estás en un vuelo transcontinental después de la comida viene la siesta: apagan todas las luces del avión para que la gente duerma. No lo decides tú, lo deciden ellos. Si después de un rato de mirar al techo en total oscuridad logras conciliar el sueño no será por mucho rato porque encenderán las luces de manera inesperada al menos una hora antes de llegar al destino, para que te vayas espabilando.

En primera no es mejor. Vas un poco menos apretado y cambian algunos detalles estéticos. En lugar de bandejitas de plástico la comida la traen en platitos. Te otorgan la gran bendición de una lata entera de Coca-Cola para ti solo, sin tener que compartirla en los vasitos de plástico. No hay carritos ni mal olor porque la comida la traen de uno en uno. Por todas estas maravillas pagas 4 veces más que el que va en clase turista.

No todos los vuelos son iguales y en algunos en primera clase en lugar de asientos normales hay unos sillones reclinables que se transforman en camas individuales. Pero la sensación de ver a otros dormir arropados y sin zapatos, en unas camitas azules, es desagradable. Es como estar en un hospital público. No se supone que uno ha de ver a otras personas dormir. Esto es algo que debe hacerse en privado.

Sea como sea la primera clase, ir en ella no te salva de la pérdida de dignidad de viajar en avión porque no es un tema de incomodidades o de lujos, es un tema de tono, de ánimo, es un aura general. Es el afán de optimización. La sensación de ser tratado como ganado. Viajar en avión es ser víctima y ser testigo de un sistema desagradable de compartimentos superiores y espacios comprimidos. Las colas son las mismas. La gente es la misma. Vas un poco más cómodo, pero el sistema es el mismo.

Para dar un ejemplo de lo que quiero decir, porque quiero que se entienda muy bien, imagina la comida del avión: las bandejitas horribles con pasta o pollo, o lo que sea. Es cierto que la comida es asquerosa y huele mal. Es cierto que aunque fuese buena las porciones son tan pequeñas que no hay forma de que quedes lleno. En primera la comida es un poco mejor. Suele ser omelette y no es tan malo. Es comible. Pero el punto no está en la calidad de la comida. Si lo que comes está bueno o no. Es la violación al acto en sí de comer. Es como si no sólo el avión ha de ser rápido, tú mismo al montarte en un avión has de ser rápido también. Tu vida ha de ser rápida y óptima. Al montarte en un avión te ves forzado a comprimir todo un día en 6 horas quieras o no. Hay que comer un almuerzo (o cena), dormir una siesta, ver una película: todo en 5 o 6 horas. ¿Qué pasa? ¿No puede la gente entender el vuelo como un paréntesis? ¿esperar y continuar con su vida afuera? ¿Hemos de crear una dimensión paralela dentro del avión? Lo mejor sería no servir nada y dar la opción a la gente que quiera comer durante el vuelo de comprar paquetes de comida real en el aeropuerto, algo bien hecho, comida normal, y comerla a su paso. Mejor que carrito, bandejitas, sobras. Ir en primera te ahorra ciertas incomodidades pero no te saca de esa dimensión paralela muy óptima en la que entras cuando atraviesas la puerta de un aeropuerto.

Otras cosas que primera clase no te ahorra: las medidas de seguridad son para todo el mundo. La máquina de rayos X te toca vayas en la clase que vayas, así que ir en primera y pagar diez veces más por todo no te ahorrará este calvario. Entiendo perfectamente por qué son necesarias las medidas de seguridad y si fuesen más laxos o menos rigurosos no me montaría en un avión. Pero para someterse a ellas hay que dejar a un lado las reservas de tipo moral, la expectativa de cordialidad en el trato, y la dignidad personal en público.

Existen otras formas de traslado. Viajar solía ser completamente diferente. Parece que nos hemos olvidado de esto, de los otros medios de transporte. El avión no es la única manera. Existen el tren, el barco. Dos métodos que solían ser más dignos. El avión los reemplazó por su rapidez.

Viajar en avión es más conveniente, eso es seguro. Bajo ciertas circunstancias es preferible pasar 8 horas en un avión que una semana en un barco. Si eres un empleado y tienes una semana de vacaciones no puedes plantearte pasar diez días en un barco para llegar hasta el destino. Si viajas por negocios y tienes responsabilidades que atender tampoco puedes perder tiempo en largos traslados. Pero estas no son las únicas dos razones por las que la gente viaja. No todo el mundo viaja con prisa.

No todo el mundo viaja en una dicotomía de vacaciones o negocios. No todo el mundo tiene un empleo en el que sus vacaciones son ahora o nunca. No todo el mundo es dueño de una empresa que le obliga a estar viajando de un lugar a otro. Mucha gente viaja porque necesita trasladarse, pero no necesita hacerlo en poco tiempo. El tiempo da igual. No hay que optimizar nada. Sólo quieren viajar de una manera cómoda y digna que no trastorne su modo de vida.

Por desgracia la mayoría de la gente son esos empleados o empresarios de los que hablaba antes y necesitan viajar rápido y barato, y por lo tanto la oferta se ha ajustado a ellos. Nosotros, quienes no tenemos una forma tradicional de vida, nos vemos obligados a introducirnos en ese mundo cuando queremos viajar.

Los barcos y los trenes transformaron la esencia misma de su naturaleza para competir con el avión y ajustarse a ese público. Los barcos son cruceros familiares con líneas de conga, camareros disfrazados, y camarotes diminutos. Los trenes intentan a toda costa imitar al avión haciendo el traslado cada vez más rápido y desagradable, comprimiendo cada vez más el espacio, y en definitiva, se han convertido en una especie de autobús glorificado.

Hemos ganado rapidez pero renunciamos al necesario concepto de la separación, de la división entre tú y el otro, de que hay ciertas cosas que no deben ser compartidas, y otras que no se deben hacer en público. Esto tiene arreglo pero necesitamos empresarios con visión y ganas de cambiar las cosas.

Es necesario que salga una compañía digna. Una compañía de barcos, por ejemplo, que construya barcos sobrios que sirvan exclusivamente para trasladarse de un lugar a otro, y no como atracción turística en sí mismo. Barcos
que no sean circos, con camarotes grandes y cómodos, con un servicio de internet que funcione muy bien (y que no sea un hotspot en la cubierta), con comida deliciosa, camareros serios, y ni un sólo animador en la piscina. 

Con qué alegría podría uno viajar entonces. Sin colas para facturar las maletas, sin someterse a inspecciones de rayos X, sin peligro de que un musulmán te haga estallar en mil pedazos. Viajar sin platitos infames de omelette reseco, sin Coca colas compartidas, sin turbulencia aérea y aterrizajes abruptos, sin sindicatos de azafatas feas.