Hoy es mi cumpleaños

June 5, 2012


Tengo muy mala memoria. Me atrevería a decir que es pésima, pero su problema no es de calidad, sino de funcionamiento. Tengo una memoria caprichosa. Es selectiva con lo que almacena, y su criterio para archivar podría ser considerado como una puta mierda. La mayoría de mis recuerdos son de detalles sin importancia que no parecen formar parte de otras historias, o de escenario alguno. No están hilados ni tienen una jerarquía, es un batido de retazos escogidos al azar.

Recuerdo, por ejemplo, una serie de dibujos animados que solía ver en casa de mis primos. En estos dibujos había una sirena y un delfin, y un niño que nadaba con ellos. No recordaba el nombre de la serie, ni el canal, no tengo recuerdos de haberlo estado viendo, ni de qué hacían mis primos mientras eso estaba en la tele. Lo único que recuerdo con precisión es el mecanismo que usaba el niño para nadar con la sirena. Se comía un chicle de oxígeno. No sólo recuerdo el chicle, sino que recuerdo la marca del chicle. Se llamaba “Oxigoma”. Es curioso que mi memoria se aferre a algo así cuando por otro lado soy incapaz de recordar el nombre de mi primera mascota (era un pollito), ni las caras de los amigos que tenía en 3ero de primaria, pero hey, recuerdo “Oxigoma”, good job brain! Gracias a internet descubrí que la serie era Marino y la Patrulla Oceánica. Pulsa aquí para ver la intro.

Esto tiene sus ventajas. La mala memoria es una fuente inagotable de material para contar a tus amigos. El sólo hecho de mencionar que padeces de esto ya es gracioso, pero además la mala memoria te pone en situaciones raras todo el tiempo. Tampoco considero un inconveniente que mi memoria olvide cosas malas o tristes. Sin embargo, una mala memoria tiene su parte negativa porque hablar sobre esto es un nudo corredizo. La gente se ajusta a la idea de que eres incapaz de recordar nada con exactitud y algunos quieren sacar provecho de eso, bien sea en una discusión, (“¿YO? ¡Si yo nunca dije eso!”) o en situaciones más prácticas, (“Me debías dinero, ¿te acuerdas?”)

Pero con el tiempo te das cuenta de que aunque la mala memoria produce buenas anécdotas, es mucho más lo que se pierde que lo que se gana. Poder recordar con claridad los eventos más significativos de tu vida es una capacidad que me gustaría mucho tener. Poder mirar hacia atrás y recordar las cosas que has vivido antes es como vivirlas de nuevo. Pero aferrarme a los recuerdos es una tarea futil que he intentado varias veces y siempre desemboca en frustración.

Durante una época pensé que la solución al problema estaba en suplir ese fallo de mi cabeza con otras herramientas. Coqueteé con diferentes sistemas para almacenar la información. Hacía fotos, llevaba cuadernos, acumulaba souvenirs como entradas de cine, etc, pero al final la frustración era doble porque nunca recordaba en qué carpeta había guardado las fotos, y los diarios se me perdían por la calle. Aún así, a pesar de haber dejado a un lado este sistema, cada vez que encuentro algo que escribí hace mucho tiempo me sorprendo. He encontrado todo tipo de cosas en mis cuadernos. Cosas que me sorprende haber pensado alguna vez, cosas que no recuerdo haber escrito, cosas que me impactan por su agudeza, y a veces algún pasaje me hace sentir orgullo.

A la mayoría de la gente le gustaría poder viajar al pasado para darse consejos a sí mismos. Piensan que si tan sólo tuviesen la oportunidad de volver a vivir sus vidas con la experiencia que da la madurez, todo sería diferente, tomarían otras decisiones, estarían en otro lugar. Para ellos sería una forma de cambiar el presente cambiando el pasado. Otros quieren lanzar botellas con un mensaje dentro para que alguien más las recoja. Hoy que es mi cumpleaños, me gustaría hacer el ejercicio contrario. Me gustaría escribir un artículo para mí yo del futuro. Sé que mi yo del futuro querrá recordar las cosas que hoy sé, y que mañana olvidaré. Este año he aprendido cosas que no quisiera olvidar. Quizás en el futuro lea esto y me sienta tonta, pero merece la pena tomar el riesgo.

Hoy es mi cumpleaños. Cumplo 27. Veintisiete años. Suena largo. Veintisiete años es un tiempo considerable para deambular por un planeta como este. Veintisiete años deambulando sobre un planeta que da vueltas alrededor de un sol que se desplaza dentro de una galaxia que se aleja aceleradamente del centro de un universo que tiene billones de años de antigüedad. Visto desde ese punto de vista nuestras vidas son insignificantes, y aún así: ¿qué más podría pedir una persona?

Muchas cosas pueden hacerse en un lapso de tiempo como este. Vidas enteras transcurren en lapsos así. Claro que aún no he hecho todo lo que he querido, hay muchas cosas que me faltan por hacer, pero si hago un balance de todo, creo que me ha ido bastante bien. No tengo queja alguna. Me gustaría, Yael del futuro, que te dieses cuenta de los momentos en los que eres feliz, y que pienses en algún momento, así sea en tu cabeza: “esto es fantástico”.

No me juzgues por escribir esto en mi cumpleaños, Yael del futuro. Sé que lo de los cumpleaños puede parecer una idiotez. Más allá del tema de la tarta, (nunca es un mal momento para comer tarta) de la ceremonia del cumpleaños creía que era una tontería social más. Todo el mundo tiene un cumpleaños, ¿quién no tiene uno? si todos tienen uno es como si nadie lo tuviera.

Tenía una profesora de matemáticas que para doblegar nuestra voluntad nos ponía o quitaba puntos positivos a todo el grupo. Quiero decir, que si hacíamos lo que ella quería nos ponía a cada uno un punto positivo. El truco de esta astuta profesora era que la forma en que asignaba las notas al final era por regla de 3. El que más positivos tenía sacaba la nota máxima y a partir de allí sacaba la nota de los demás por regla de 3. Con lo que un punto positivo para todos era igual a un punto positivo para nadie. Brillante, ¿verdad? Pues para mí eso justamente eran los cumpleaños. Nadie elige nacer, pero todos nacemos ¿qué clase de mérito estás celebrando?

Pero eso no es algo que pienso yo. Lo piensa Yael del pasado y eso está bien. Quizás lo piensa también Yael del futuro, eso no puedo saberlo. Para mí el cumpleaños tiene sentido no como una forma de celebrar tu nacimiento, sino como una forma de celebrar tu vida. Cumpleaños tenemos todos, pero las razones para celebrarlo varían. El cumpleaños es un momento para reflexionar sobre lo que quieres, lo que tienes, lo que has aprendido, y también es un momento ideal para sentir gratitud hacia las cosas que amas en ella. No olvides esta última parte.

En el caso particular de los veintisiete, creo que una versión más joven de mí misma estaría preocupada por la idea de que esta es mi última oportunidad para morir como una estrella del rock. Yael del pasado también sentiría angustia. Sacaría cuentas, pondría en una hoja de balance dos listas, una con las cosas que creía que haría, y la otra con las cosas que he hecho, y seguramente encontraría más de una razón para no estar satisfecha, pero no es eso lo que ocupa mi mente en estos días. Espero que eso signifique que he avanzado en algún sentido.

Los veintisiete es una edad complicada porque ya no tienes 20, y lo sabes. Te acercas peligrosamente a los 30, y comienzas a ver o a sentir algunos cambios en ti. Son sutiles, tienes que tener un ojo muy afinado para notarlos, pero están allí, te saludan como si ondearan una bandera de los cambios que están por venir. No es fácil aceptarlos, no voy a mentir, pero ahí están.

En el piloto de Las Chicas de Oro, Dorothy le cuenta a Blanche que había estado hablando con algunas alumnas de primer año en la universidad, y que la conversación estaba tan entretenida que por un momento se olvidó de que era más vieja que ellas, se sentía como parte del grupo. Cuando llegó a su coche se dio a sí misma un susto de muerte: una anciana la miraba desde el espejo retrovisor.

El hecho de que uno envejece es una idea que cuesta aceptar, y sé que quizás me estoy adelantando al hablar de estas cosas en mi década de los 20, pero justamente de eso se tratan los 27: es el minuto 90 de los 20, el punto de clímax de este capítulo. A partir de aquí los tres años que quedan son un cierre para dar paso a los 30, una nueva década con sus propias preocupaciones, necesidades, miedos, y deseos.

Lo que siento ante la idea de envejecer es incertidumbre. Quiero decir que he dedicado la mayor parte de mi vida a aprender cómo ganar. Me enseñaron a ganar buenas notas en el colegio, a ganar prestigio en la universidad, me han enseñado a ganar dinero, a ganar mejores posiciones, a ganar comida, y ropa; pero no me he preocupado por aprender cómo perder, que a mi juicio es una habilidad más útil. No me refiero a ganar o perder una competencia, que también, sino a la pérdida como renuncia.

Digo que aprender el arte de perder es más útil porque pasamos la mayor parte de la vida perdiendo, no ganando. No lo digo desde un punto de vista pesimista, sino que cualquier momento en la vida de una persona es un punto de transición entre una cosa y otra. Estamos moviéndonos todo el tiempo, y por cada cosa que ganas has tenido que desprenderte de muchas otras.

Llegamos sin nada y nos vamos sin nada, y todo lo que llegaremos a tener también lo perderemos, incluso cosas que damos por sentado como el orgullo, el sentido de la identidad, o el calor de la familia. Por eso para ser feliz no hay que aprender a ganar, hay que aprender a perder, disfrutar de la renuncia y del desapego.

Una amiga se casó en Boston, y durante las 2 semanas previas a la boda me arrastró por todas las joyerías de la ciudad. Quería encontrar los anillos perfectos. Su mayor preocupación era que los anillos no podían ser lisos porque se le iban a rayar, y entonces se verían mal. A mí me sorprendió su criterio para escoger los anillos porque justamente es lo opuesto a lo que yo buscaría. Para mí un anillo liso que se raya es perfecto como símbolo de un matrimonio. En las rayas del anillo queda la constancia del tiempo que pasan juntos. Si el anillo se raya mucho es porque estuvieron juntos muchos años.

También aprecio estos detalles en los libros. Un libro en perfecto estado es un libro triste porque nadie lo ha usado. Los libros más queridos siempre son los que tienen las páginas dobladas, anotaciones en los márgenes, el lomo desgastado. Son los que llevas de un lado a otro, los que han vivido contigo momentos importantes.

La cosmogonía japonesa toma en cuenta estas ideas. Ellos lo llaman “wabi-sabi” y es la aceptación de lo transitorio. El wabi-sabi es el ideal de belleza japonés y ocupa un lugar tan importante dentro de su visión del mundo, como lo ocupan los ideales griegos de perfección y belleza en occidente. La estética del wabi-sabi busca una belleza que es incompleta e imperfecta. En el fondo tratan de expresar tres verdades acerca de la realidad: “nada es eterno”, “nada está acabado”, “nada es perfecto”

El significado de las palabras “wabi” y “sabi” han cambiado con el tiempo, pero “sabi” se entiende como la belleza o la serenidad que se adquiere con la edad cuando la vida del objeto y su impermanencia se pueden ver en el desgaste de sus materiales, o en las reparaciones que le han hecho.

No sé por qué nos cuesta amar la evidencia del tiempo en nosotros mismos. En nuestra visión de las cosas, las arrugas no le dan a una persona un aire distinguido o hermoso, sino de decrepitud. Lo mismo con el pelo blanco, o los rasgos de la cara. Le hemos declarado una guerra al tiempo, y esa guerra no sólo se libra en nuestro cuerpo, sino también en nuestro espíritu.

El único antídoto que encuentro es aprender el arte de perder. Aprender a amar la renuncia. No es algo fácil, pero es un objetivo más sano que aprender a ganar. No digo que haya que renunciar a todo, ni que esto sea una política de vida para todos. Pero sí es un buen objetivo hacia el que quiero apuntar.

Parte de la renuncia implica también aceptación. Aceptar lo que somos, y también lo que hemos sido, porque para hacerlo hay que renunciar a la imagen de lo que hubiésemos querido ser. Hay una distancia. En cierta manera aceptar lo que uno ha sido es una de las renuncias más difíciles.

En mi caso la primera mitad de la década de los 20 la pasé escribiendo. Quería ser una escritora de ficción. La verdad es que aunque no había querido admitirlo hasta ahora, la ficción no ha sido mi fuerte, quizás nunca lo sea. Me costaba mucho escribir ficción, porque aunque no lo parece en mi blog, no soy una persona que se pone en contacto con sus sentimientos con facilidad.

Cuando quiero saber qué siento tengo que hacer un gran esfuerzo. La mayoría de las veces siento como si estuviese tratando de iniciar contacto con una cultura extraterrestre que ni siquiera sé si existe. Envío mensajes a la nada, al universo, y espero con ansiedad a ver si algo responde del otro lado. Es como tirar una piedra a un pozo, y esperar a oir el “pluc” o tratar de entender a alguien que te está contando una historia debajo del agua. Con lo que cada vez que hablo de temas emocionales aquí es porque he hecho un trabajo arduo de contacto con la civilización alienígena que me habita.

Para mí escribir ficción era un trabajo duro. Sentía que no tenía nada que decir. Escogí cuentos por encima de novelas porque para mí los cuentos eran una especie de tubo de ensayo, un lugar en el que podía experimentar con la forma, con la técnica, con los diferentes tipos de diálogo, con el tono, con la atmósfera, con la estructura de las historias, y aunque me divertían esos juegos, en el fondo sabía que en mis cuentos detrás de eso no había nada.

Gané algunos premios con mis cuentos, y me hicieron algunas ofertas de editoriales, pero justamente porque sabía que no había nada en ellos que mereciera la pena las rechacé, incluso rechacé una propuesta de Random House Mondadori en el 2007. No me sentía preparada. Pensaba que si lo publicaba y después me encontraba con esa farsa de libro en una librería me iba a sentir fatal, como una impostora. Así que dije que no, pero discretamente, en mi casa, reuní todos los cuentos que escribí entre los 18 y los 23, hice una selección de los que me gustaban, y los compilé en un ebook para mí. Ese libro se llama Sweet’n Low, como la marca de edulcorante.

Hoy, cinco años después de ese momento, estuve repasando mis textos viejos, los cuentos antiguos que compilé en ese ebook. Me di cuenta de una cosa. A pesar de que no estaba transmitiendo nada con mis cuentos, y de que de hecho sentía que eran cápsulas vacías, con el tiempo y la distancia sí he podido descubrir en ellos un patrón que se repite, unos temas, y unas posturas que emergen de sus páginas y que ni siquiera sabía que estaban allí. Mi libro Sweet’n Low trata sobre el amor y la pérdida. Sobre la renuncia y el apego.

De alguna manera, mucho antes de cumplir 27, y sin saberlo, ya estaba ensayando el arte de perder en mis cuentos. Lo paradójico es que el mito de lo que yo misma había sido (una mala escritora de ficción) no me dejaba espacio para verlo. He tenido que revisar el pasado, y renunciar a la idea de lo que fui, para poder entender el mensaje que hace mucho tiempo me envió mi yo del pasado en forma de cuentos. Hoy me toca a mí retransmitir ese mensaje y darle un nuevo impulso para reencontrarme con él en el futuro.

Estoy pensando que me gustaría al final del día, enviar por email un newsletter con esa colección de cuentos en PDF para quien quiera leerlos. Tiene unas 60 páginas más o menos. Si lo quieres recibir apúntate pulsando aquí.