A menos de que tengas doscientos años lo más probable es que al escuchar la palabra “democracia” pienses en prosperidad, justicia, progreso, y paz. Pero para mí la palabra “democracia” significa tiranía, guerra, y atraso. De manera que es probable que si nos encontrásemos en alguna parte tú y yo tendríamos algunas cosas que decirnos.
Cuando frente a un hecho se desprenden dos explicaciones: una basada en la realidad y otra basada en una ficción, no siempre gana la primera. Es posible que en una disputa entre la verdad y la ficción, sea la ficción la que gane, y no solo que gane, sino que además, por atractiva o conveniente, suplante a la realidad.
Imagina que una persona comenta que está cansada y otra le dice que la mejor forma de descansar es salir a correr un rato. Todos sabemos que la solución no es esa sino precisamente la contraria, pero con el mensaje adecuado y la intensidad suficiente se puede llegar a convencer a todo un pueblo de que la solución al cansancio está en salir a correr. En especial si el gobernante es el dueño de la fábrica de zapatillas deportivas.
No siempre las ficciones son lo opuesto a la realidad como en el ejemplo anterior, muchas veces son simplemente explicaciones alternativas y ficticias, como señalar que la solución al cansancio pasa por comer brócoli. El caso es que casi siempre estas ideas ficticias se propagan porque quienes están en el poder tienen el motivo y los medios para propagarlas, y porque la marabunta carece del ingenio necesario para detectar el engaño.
El truco de las ficciones políticas está en que nadie las detecta. Se sostienen precisamente porque son capaces de suplantar a la realidad de forma completa. Hay que acotar que no son mentiras cogidas por los pelos, son ficciones creíbles, difíciles de desmentir, que evolucionan junto con la sociedad a lo largo de varios siglos, en el caso de la democracia son los últimos 200 años, y es una idea que está tan arraigada socialmente que planteársela trae consigo un estigma social.
El mejor ejemplo para ilustrar esto es el de la Monarquía Divina porque es una ficción difunta: ya nadie cree en esto, pero hace unos siglos todo el mundo creía que la Monarquía Divina era el gobierno perfecto: un sistema en el que el Rey es elegido y puesto allí por D-os para gobernar sobre todos. Dado que en el pasado sí creímos en esto de forma colectiva y hoy nadie cree en ello entonces la única conclusión que se puede sacar es que o bien la ficción suplantó a la realidad en el pasado y estuvimos todos engañados; o lo estamos ahora y la Monarquía Divina sí es, en efecto, un designio de los Cielos.
Convencer a un ciudadano egipcio del siglo 3 AdC de que la Monarquía Divina no era real, que D-os no seleccionó a nadie, y que por lo tanto el gobernante estaba allí de forma más o menos arbitraria, sería un ejercicio tan complicado como convencer al ciudadano del siglo 21 de que la Democracia Participativa es una ficción, que no produce igualdad ni trae bienestar ni paz a los pueblos, y que en definitiva está en el origen de las tiranías.
Quizás esto es un artículo que por lo extenso debería ir en la sección de artículos, pero dado que las ideas aunque forman un cuadro sólido, entre ellas son más o menos independientes prefiero hacer varias notas cortas, cada una explicando una idea puntual acerca de la ficción de la Democracia, que un artículo largo. Esta es la primera de ellas acerca de lo pernicioso que es el voto popular.
Imagina que hay un tablero de ajedrez. Tenemos las fichas negras, las fichas blancas, un jugador a cada lado. Alrededor del tablero hay además una audiencia. A medida que se desarrolla el juego la audiencia hace apuestas. Algunos apuestan a favor del jugador negro. Otros a favor del blanco. Dependiendo de los movimientos que hace cada uno las probabilidades de ganar o de perder aumentan y lo mismo ocurre con las apuestas.
Supongamos que el juego acaba de empezar. El tablero está intacto. En este momento tanto el blanco como el negro tienen las mismas probabilidades de ganar, y por lo tanto colocar una apuesta a favor de uno o a favor del otro paga lo mismo: 50-50.
El blanco abre con un movimiento tradicional, como podría ser el Peón del Rey. Es un movimiento típico para el que existe una amplia gama de respuestas predeterminadas y que por lo tanto no afecta en gran medida el desenlace del juego. Si decides apostar en este punto las probabilidades siguen siendo 50-50 o supongamos que son algo así como 49-51 dado que el blanco ya ha movido.
Ahora imagina que en lugar de abrir de la forma tradicional, el blanco abre con una jugada torpe como el Peón del Alfil. Es difícil recuperarse si cometes un error estúpido al principio de un juego. Sabemos que la audiencia considera que el blanco tiene menos probabilidades de ganar porque las apuestas rondan el 30-70 a favor del negro.
Considera las posibilidades de este arreglo y piensa en lo que pasaría si tú pudieras conocer de antemano las apuestas que haría la audiencia en base al juego que se está desarrollando. Sabrías qué apuestas haría la audiencia dependiendo de cada movimiento, y podrías elegir cómo reaccionar en base a eso. Es decir, serías capaz de eliminar al jugador. Es una idea radical y hasta cierto punto genial. No dependes de la capacidad del jugador para elegir de qué forma mover las fichas y parece que has logrado desprenderte del error humano.
Pero aquí viene el problema y es el siguiente: para que este ejercicio tenga un final feliz la audiencia ha de cumplir con tres requisitos:
1) La audiencia ha de conocer el juego.
2) La audiencia ha de estar involucrada con el desenlace del juego.
3) No debe haber un conflicto de interés.
La audiencia ha de conocer cómo funciona el ajedrez y debe tener experiencia jugando. Si la audiencia no conoce la diferencia que existe entre abrir con el Peón del Rey y abrir con el Peón del Alfil, están apostando a ciegas y sus elecciones tendrán poca relación con la realidad por lo que guiarte por ellas no será mejor que lanzar una moneda.
Si a la audiencia le da igual el desenlace del juego porque no ha invertido nada en él entonces también tenderán a apostar por diversión. No apostarán de manera rigurosa ni estudiarán las posibilidades con atención. Quizás una manera de corregirlo sería observar cuánto dinero apuesta cada cual. Una persona que no ha invertido nada, o casi nada, en la apuesta tiene menos que perder que alguien que ha invertido una cuantiosa suma, podemos pensar que la tendencia es que la gente que invierte fuertemente lo hace con convicción: sabe a qué está apostando. El dinero se toma simplemente como una medida de cuánto confía el que apuesta en su elección: mientras más ha arriesgado una persona en una empresa, tanto más importante es para él el desenlace.
En última instancia es necesario que no existan conflictos de interés. Supongamos que a un miembro de la audiencia se le ocurre que si apuesta fuertemente a un resultado determinado puede ganar mucho dinero pero para ello necesita que el resto de la audiencia apueste al escenario contrario aunque no tenga mucho sentido hacerlo. Si esta persona puede utilizar su dinero para alterar el patrón de apuestas de la audiencia e influir en sus elecciones lo hará siempre y cuando le reporte un beneficio. Digamos que él sabe que apostar a cierto resultado le generará una cantidad de dinero, llamémoslo X. Y él determina que para influenciar las apuestas de la audiencia de manera que su apuesta funcione debe invertir una cantidad de dinero, llamémoslo Y. Esta persona cambiará el resultado de las apuestas siempre que Y sea menor que X. Así que podríamos estar basando nuestras jugadas sobre el tablero no en lo que verdaderamente la audiencia considera que es la movida acertada, sino en un espejismo: en lo que una persona de la audiencia eligió de antemano por su propio beneficio.
Es probable que de cada 100 personas que lean este artículo las que tienen experiencia alguna en política, y entienden de qué manera se gobierna sean exactamente 0. Sin embargo cuando llegan las elecciones todos pueden ir a votar. Su voto es tan valioso como la apuesta del que no sabe diferenciar entre el Peón del Rey y el Peón del Alfil. Elegir el destino de una Nación en base a las elecciones arbitrarias de millones de personas es tan absurdo como lo es elegir tu estrategia sobre el tablero de ajedrez en base a las elecciones aleatorias de cientos de espectadores que están viendo por primera vez un partido de ajedrez.
Supongamos que mis 100 lectores han decidido ir a votar. Es probable que la mayoría de ellos no tenga nada invertido en el país: no tienen una propiedad a su nombre, ni son dueños de una empresa que opera y genera beneficios en España. Alguno habrá que tenga una familia y sea responsable por la vida de sus hijos, pero pocos son los padres que se dan cuenta de ese hecho y lo asumen con la debida responsabilidad. Habrá varios con múltiples nacionalidades, o españoles por el mundo que viven en otro país pero votan por el destino de España aunque ni siquiera vivan allí. Por lo tanto la mayor parte de quienes votan en unas elecciones son personas que tienen poco invertido en el país. Es como el miembro de la audiencia del juego de ajedrez que apostó un céntimo y lo único que arriesga es su propio aburrimiento: elegirá en base al que prometa mayor entretenimiento a corto plazo.
Es evidente que cuando se trata de gobernar los conflictos de interés son múltiples y comprar votos es rentable. A veces ni siquiera hace falta dinero para comprar votos, basta con promesas y discursos. Así que el voto popular que es el principal mecanismo de la Democracia Participativa es un mecanismo pernicioso que desemboca en movimientos estúpidos.
Aunque al voto popular es la cura al cansancio –nos lo venden como “el gobierno de todos”, es “el gobierno del pueblo”– en realidad es el gobierno de nadie porque se parece más a jugar ajedrez con los ojos vendados o seguir las direcciones de un tercero cuyo interés está en conflicto con el interés del pueblo que la ficción que nos venden.
La Democracia Participativa también la presentan como la alternativa a otros sistemas primitivos. En lugar de tener un Jefe de Jefes como las mafias o las tribus de gorilas en la selva, nosotros tenemos la Democracia, ese maravilloso antídoto a la opresión y a la violencia.
La realidad, sin embargo, es que la nación que elige como modelo la Democracia Participativa está en un estado de constante fricción. La lucha por el poder entre diferentes facciones o partidos en períodos de cuatro años es una especie de guerra limitada en la que no se pueden usar armas, sólo el número de cabezas. Este sistema sólo lo soportan sociedades homogéneas y estables en las que hay una idea de destino compartido con pocas variaciones. La Democracia en esas sociedades es un mal que a duras penas se soporta, y las sociedades que no consiguen soportarlo desembocan en guerras civiles y el posterior gobierno de gorilas.