Si te pido que hagas un esfuerzo e intentes recordar alguna instancia en la que has sido traicionado, seguramente se te ocurrirá al menos una. Casi todos hemos pasado por eso alguna vez. La reacción ante una traición es siempre parecida: empieza con una sensación de sorpresa seguida de una profunda indignación, la sensación de que has sufrido una violación, de que te han usado. Es una sensación parecida a lo que sentiríamos si nos hubieran robado algo.
Los efectos de la traición no son solamente prácticos. Cuando alguien te traiciona no solamente pierdes la confianza en él, pierdes, en cierta medida, la confianza hacia ti mismo y tu capacidad de juzgar el carácter de los demás, porque confiaste en el traidor y no supiste darte cuenta de que lo era. También pierdes la confianza en el mundo que te rodea, como consecuencia de la traición te vuelves más escéptico, eres menos propenso a depositar tu confianza en otra persona, quienquiera que sea. Es decir, la traición es un asalto a la integridad de la persona que es traicionada.
El episodio no concluye hasta que no encuentras una forma de restablecer el orden, de cerrar el capítulo, de sentir que has recuperado tu lugar. Para hacerlo tienes que vengarte o perdonar al traidor. La mayoría de la gente te va a recomendar hacer lo segundo. Yo no. Pero de eso hablaremos más tarde.
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